Entré al restaurante Passarelle atravesando el umbral que plantea una simbiosis de comercio y gastronomía, que se resuelve al final del pasillo en un jardín y dos ambientes más donde se encuentra el restaurante propiamente dicho. Todo ello dentro de un excelentemente remozado chaletón, típico de la zona 10.
Al sentarme a la mesa me llevaron una hoja de papel periódico, a manera de la primera página de Le Monde diplomatique, con noticias y todo, que al ser abierto presenta un menú de los más estimulantes y refinados platillos que he visto en muchos tiempo. El menú está en francés y en español, y sólo leerlo es un deleite.
Inicié mi almuerzo con una crème brûllé de hígado de pollo. La combinación de texturas y sabores de este plato resultó maravillosa. Las sutiles hierbas combinadas con el hígado, bajo la costra de azúcar caramelizada, no evitaban el resabio que me hacía imaginar a un chucho después de un chaparrón, pero que lo considero parte del carácter fuerte de esta atrevida composición.
Para seguir con el tema del hígado, ordené como plato fuerte un Beef Wellington con duxelles y salsa de la referida víscera. Advertido del tiempo que tardaría la preparación de esta receta, eché un vistazo a las fotografías y al curioso pozo que está en el jardín.
Cuando me llevaron el Beef Wellington y puse frente a mí esa soberbia empanada gigante, recordé una vez más por qué el oficio del crítico es tan solitario. Como un arqueólogo que se acaba de encontrar un un raro artefacto, empecé a cortar la empanada desde un extremo, y ésta fue revelando su fascinante relleno, que examiné abstraído de todo lo que me rodeaba. Unos cubitos de lomito término medio, jugoso y aromático, se desprendían con apenas una muestra del picadillo de hongos y ajo que componen la duxelles, que por momentos hacía pensar que el ajo estaba en la mantequilla de la empanada.
Dos impresionantes espárragos al vapor acompañaban dicha empanada, junto con una salsa morena, recia y sin modestia. En un platillo con forma caprichosa me llevaron la guarnición consistente en pequeños ejotes atados con nori, dos tomates cherri y medio tomate manzano horneado, complementado con un picadillo de cebolla.
Continuando con mi excavación gastronómica, hallé el medallón de lomito y el resto de duxelles como reliquias alrededor del sarcófago de un faraón. Mientras contemplaba mi descubrimiento, veía como hacia otras mesas, los meseros llevaban platos de formas curiosas, con comida de presentación original y estimulante.
De postre había ordenado desde un principio un volcán de chocolate, que toma su tiempo en estar listo. Y a pesar de que lo pedí con tanta anticipación, todavía tardaron un tanto en llevármelo. Al llegar por fin el volcán, pensé que no había mejor manera de dar un punto final a la comida del día. Acompañado de un café, sin azúcar, continué mi trabajo de arqueólogo, o en este caso, de geólogo, apreciando la seductora combinación de lo que parecía ser chocolate amargo con un toquecito de chocolate con leche, que vertía fundido a un costado del panecillo cónico también de chocolate, que estaba coronado con un cráter saturado de salsa de fresas.
Por una experiencia brutal, a Passerelle le perdono hasta la larga espera por la factura detallada, a la que parece no están acostumbrados, y le otorgo la máxima calificación de cinco lenguas :P :P :P :P :P